El 15 de agosto de 1972, en la postrimería del gobierno dictatorial del General Alejandro Agustín Lanusse, veinticinco presos políticos pertenecientes al PRT-ERP (Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo); las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias) y Montoneros, se fugaron del penal de Rawson en la provincia de Chubut. Seis de ellos lograron llegar al Chile de Salvador Allende. Diecinueve no alcanzaron a subir al avión.
El 22 de agosto de 1972 en la base naval Almirante Zar fueron asesinados 16 presos políticos que habían sido trasladados allí, seis días antes, luego de que se efectivizara una acción conjunta de las organizaciones Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y Montoneros, que permitió la evasión de seis Jefes guerrilleros recluídos en Ia cárcel de Trelew quienes, tras abordar un avión civil previamente secuestrado por un grupo comando, lograron refugiarse en Chile, gobernado por el socialista Salvador Allende.
El objetivo trazado: La fuga masiva de 110 combatientes
No pudo concretarse con total éxito, razón por la cual un contingente integrado por 19 de ellos que no logró arribar a tiempo al aeropuerto, decidió rendirse el 16 de agosto ante un juez, autoridades militares y la prensa, no sin antes exigir que se le garantizara su seguridad. El capitán de corbeta Luis Emilio Sosa comprometió su palabra en este sentido, escena que fue presenciada y corroborada por el coronel retirado Luis César Perlinger, cuyo testimonio en el que destacaba la humanidad y capacidad militar de los insurgentes, fue sancionado con un arresto.
Violando sus promesas, los marinos sometieron a los prisioneros a un régimen de terror. En la noche del lunes 21 se les impartió una orden insólita: salir de sus celdas con la vista fija en el piso y detenerse ante la puerta en dos hileras de a uno en fondo. Fue entonces cuando los uniformados comenzaron a disparar sus ametralladoras. Recién al amanecer comenzó a pergeñarse la mentirosa versión oficial de los sucesos, según la cual el montonero Mariano Pujadas habría intentado arrebatarle la pistola a Sosa, fábula que sirvió para explicar la brutalidad de la masacre. María Antonia Berger, Albeit Camps y Ricardo Haidar, aunque malheridos, salvaron sus vidas por un descuido de sus verdugos, la dictadura lanussista los mantuvo incomunicados y sólo permitió que la televisión mostrara sus imágenes sin sonido, al tiempo que instauraba una férrea consura de prensa.
A tal punto llegó su ensañamiento que el tristemente céIebre comisario Alberto Villar (luego jefe de policía de Perón y uno de los mentores de Ia Triple A) irrumpió con tanquetas en la sede del Partido Justicialista donde se velaban los cadáveres de tres de los guerrilleros asesinados.
Pero allí no terminó todo. La sede de la Asociación Gremial de Abogados fue dinamitada, se exterminó a las familias de Clarisa Lea Place, Roberto Santucho y Mariano Pujadas, la mayor parte de los hermanos y hermanas de los fusilados están hoy desaparecidos y el letrado Mario Amaya, que escoltó con su auto al micro de la armada que el 16 trasladó a los detenidos hasta la base naval, fue asesinado durante Ia útima dictadura. La masacre de Trelew fue, sin duda, el hito inicial del luctuoso camino que conduciría al mayor genocidio de la historia argentina.
El objetivo trazado: La fuga masiva de 110 combatientes
No pudo concretarse con total éxito, razón por la cual un contingente integrado por 19 de ellos que no logró arribar a tiempo al aeropuerto, decidió rendirse el 16 de agosto ante un juez, autoridades militares y la prensa, no sin antes exigir que se le garantizara su seguridad. El capitán de corbeta Luis Emilio Sosa comprometió su palabra en este sentido, escena que fue presenciada y corroborada por el coronel retirado Luis César Perlinger, cuyo testimonio en el que destacaba la humanidad y capacidad militar de los insurgentes, fue sancionado con un arresto.
Violando sus promesas, los marinos sometieron a los prisioneros a un régimen de terror. En la noche del lunes 21 se les impartió una orden insólita: salir de sus celdas con la vista fija en el piso y detenerse ante la puerta en dos hileras de a uno en fondo. Fue entonces cuando los uniformados comenzaron a disparar sus ametralladoras. Recién al amanecer comenzó a pergeñarse la mentirosa versión oficial de los sucesos, según la cual el montonero Mariano Pujadas habría intentado arrebatarle la pistola a Sosa, fábula que sirvió para explicar la brutalidad de la masacre. María Antonia Berger, Albeit Camps y Ricardo Haidar, aunque malheridos, salvaron sus vidas por un descuido de sus verdugos, la dictadura lanussista los mantuvo incomunicados y sólo permitió que la televisión mostrara sus imágenes sin sonido, al tiempo que instauraba una férrea consura de prensa.
A tal punto llegó su ensañamiento que el tristemente céIebre comisario Alberto Villar (luego jefe de policía de Perón y uno de los mentores de Ia Triple A) irrumpió con tanquetas en la sede del Partido Justicialista donde se velaban los cadáveres de tres de los guerrilleros asesinados.
Pero allí no terminó todo. La sede de la Asociación Gremial de Abogados fue dinamitada, se exterminó a las familias de Clarisa Lea Place, Roberto Santucho y Mariano Pujadas, la mayor parte de los hermanos y hermanas de los fusilados están hoy desaparecidos y el letrado Mario Amaya, que escoltó con su auto al micro de la armada que el 16 trasladó a los detenidos hasta la base naval, fue asesinado durante Ia útima dictadura. La masacre de Trelew fue, sin duda, el hito inicial del luctuoso camino que conduciría al mayor genocidio de la historia argentina.
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